
Luis Mendiola, profesor de los Programas de Finanzas de ESAN, reflexionó en Gestión sobre la urgencia de profesionalizar el Estado, afirmando que este proceso "no empieza en la ley, sino en el aula". El experto destacó el éxito de los programas de extensión (BCRP, SBS, MEF) como filtros de excelencia frente a la improvisación histórica y propone escalar este modelo meritocrático a todo el aparato público.
La profesionalización del Estado no empieza en la ley, sino en el aula. Cada año, cientos de jóvenes peruanos postulan a los programas de extensión del Banco Central de Reserva del Perú (BCRP), la Superintendencia de Banca, Seguros y AFP (SBS) o el Indecopi. No buscan un certificado más, sino un lugar en un sistema donde el mérito todavía conserva valor. Estos programas son más que cursos: son filtros de excelencia, incubadoras de funcionarios que piensan con datos, cuestionan dogmas y entienden la economía o el derecho con la misma seriedad con la que un médico aborda un diagnóstico.
Durante años, la administración pública peruana cargó con la fama de improvisar más de lo que planificaba. Los equipos cambiaban con frecuencia, y los nombramientos guiados por afinidades políticas terminaron por desanimar a muchos profesionales con alto nivel técnico. El resultado fue un aparato estatal débil en capacidad analítica y poco orientado a la evidencia. Los programas de extensión del BCRP o la SBS, en cambio, han demostrado que otra ruta es posible. Sus egresados ingresan por concurso, aprenden bajo presión y enfrentan problemas reales: modelar la inflación, medir el riesgo financiero, auditar un sistema de pensiones. No estudian para aprobar, sino para servir.
En los últimos años, algunos ministerios comenzaron a revertir esa tendencia, apostando por el talento y la formación antes que por la improvisación. El Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) lanzó su Curso de Extensión en Políticas Públicas bajo la misma lógica meritocrática: ingreso competitivo, formación intensiva y aplicación práctica. Que el MEF se sume a este esfuerzo es una buena señal. Significa que la formación técnica ya no es una excepción institucional, sino el inicio de una tendencia.
Esta disparidad en la forma de hacer las cosas repercute directamente en la eficacia gubernamental. Un servidor bien formado minimiza los errores y sustenta sus decisiones en evidencia. Al profesionalizar el sector público, se reducen los costos invisibles: los sobrecostos por una mala previsión, los litigios derivados de fallos legales o las políticas fallidas por falta de análisis previo. La productividad del Estado no se logra creando más reglas, sino aplicando mejor el conocimiento disponible.
El mérito, sin embargo, no debe limitarse a unos cuantos cursos de élite. Si el país aspira a un Estado moderno, debe replicar este modelo en los gobiernos regionales, las municipalidades y los ministerios. Las universidades —públicas y privadas— podrían asumir un papel más activo diseñando programas de extensión en gestión pública, economía o regulación, abiertos a funcionarios en ejercicio. Lo que hoy son excepciones, como los diplomados de la Contraloría o los programas del MEF, debería convertirse en política de Estado.
Los concursos de mérito también cumplen una función cívica: envían una señal de confianza. El acceso al Estado no depende del padrinazgo, sino del esfuerzo. Esa transparencia eleva el ánimo de quienes ingresan y transforma la manera en que la sociedad percibe al funcionario público. Ya no se le ve como un burócrata distante, sino como un profesional responsable de políticas que impactan en el bienestar de los ciudadanos.
El reto está en escalar lo que ya funciona. El BCRP y la SBS son ejemplos de consistencia institucional. Sus programas de extensión, iniciados hace más de dos décadas, han creado redes de jóvenes que luego nutren al propio Estado o al sistema financiero con una ética profesional que se refleja en los resultados. En lugar de multiplicar oficinas y leyes, podríamos multiplicar aulas de ese tipo.
Al final, la profesionalización no es una reforma burocrática, sino una urgencia nacional. Cada curso de extensión que forma a un joven capaz de pensar con rigor es una inversión en estabilidad, productividad y confianza. El Perú no necesita más diagnósticos sobre su Estado; necesita funcionarios que sepan leerlos y corregirlos.
Si aspiramos a un país donde las decisiones públicas se basen en evidencia y no en improvisación, debemos convertir la meritocracia en política pública, no en excepción. Que el modelo del BCRP, la SBS o la Contraloría deje de ser una isla de excelencia y se convierta en el estándar mínimo del servicio civil.
La eficiencia del Estado no depende del discurso, sino de quién lo ejecuta. Y el momento de formar a esos ejecutores es ahora.
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